Había un palo atascado en una roca, un abismo y yo estaba
tomado de esa maldita rama intentando no caerme. Pero el viento me movía y la
rama se iba desprendiendo casi tan rápido como yo intentando escalar hasta
tierra firme. Mi objetivo era claro: sobrevivir.
Mis cosas las fui soltando y
era ver como se alejaban y empequeñecían hasta estrellarse en ese acantilado.
Pude hacer pie en una piedra. De esa manera gané algo más de tiempo porque mi
peso sobre la rama ya no era tal. Pude tomarme más de cerca al nacimiento de
ese arbusto que me sostenía. Finalmente escalé.
Tomé aire. Pensé en que ahora tenía mucho más tiempo para
vivir y otras cosas. Podría fumar muchos más cigarros y escuchar canciones
antes de morir. Tan sólo ese pretexto me valía estar vivo.
La sombra del viejo acantilado sobre la costa era un paisaje
muy bello. Tuve la triste sensación de que ya no moriría en un lugar tan perfecto.
Tal vez la parca me encontrara de viejo, en una silla de mimbre rememorando
juventud.
Pero pensé en el ahora. Cuál sería mi nuevo objetivo. Aún no
lo sabía. Mi deseo era difuso. No había ya nada a que temer. La muerte cara a
cara deja esa indeleble marca.
Las exigencias de mi cuerpo eran pocas. Aún estaba joven y,
si bien había perdido elocuencia, la había cambiado por sabiduría. Ahora conocía
mis limitaciones mejor que en el pasado. Eso me ayudaría a volverme más humano.
Toqué mi pecho y lo escuché latir. Estaba ahí, todavía
viviendo. Decidí levantarme y cargar con la ropa que vestía hasta llegar a otro
lado.